27 de febrero de 2009

Filosofía de café

¿Realmente quiero jugar a las casitas, al hombre de los vocablos superfluos pero redituables, o prefiero quedarme aquí, en la otra acaso no menos ilusoria, tranquilidad confusa? Este último término no está mal formulado, es correcto. No es un oxímoron deliberado para hacer poético este texto, de ninguna manera. Digo tranquilidad confusa o tranquilidad del desasosiego porque creo, firmemente, en la confusión como impulso para una verdadera o más comprometida observación de las cosas, del porqué las cosas. La confusión de alguna manera me obliga a diluirla, a realizar una indagatoria sobre su origen y sofocarla, salir de ella. Y todo ese proceso me reconforta.

Justificándome, aunque sé no es necesario, al abatir la confusión enriquezco, en varios sentidos, mi conocimiento del mundo, de mí mismo. Esa forma de conocimiento en la confusión, es necesario decirlo, no implica una utilidad tal que retribuya un beneficio económico mas sí un placer. Un placer que puede ser estético, en el caso de la literatura o del arte, o de cualquier otra naturaleza. Sin embargo, abatir ese estado confuso me deprime. ¿Por qué? La respuesta es sencilla visto el argumento anterior: no existe una motivación real fuera de un estado confuso preexistente, sin haber puesto en crisis alguna convención fuertemente sostenida. La confusión me anima por su deliberado carácter inquisitivo, el estado de confusión me tranquiliza e igualmente, la tranquilidad me desasosiega, por tanro, lo único que prima en mí es la confusión.

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