7 de noviembre de 2010

1988

A finales de 1988 vivía en aquella ciudad tamizada por el calor. Hacía las maletas para la próxima mudanza aunque no estaba seguro de lo que vendría. Soles oscurecidos. Muros en ruinas. Árboles marchitos... En tanto colocaba en la maleta, con mucho cuidado, las camisas, los pantalones, los restos de la casa y los zapatos negros a un lado de los gastados deportivos. Pronto habría de demandarme la distancia. Los golpes. Los golpes en las piernas. Los golpes en las rodillas. La bofetada del desvelo y del adiós: una habitación de gruesas cortinas. Afuera, en el patio, estaba el coche. Motor encendido nos esperaba con sus portezuelas blancas que brillaban más que nunca. Detrás de él la mudanza se tragaba las macetas que ya no esperarían más en el pasillo. La naturaleza oprimía con gravedad las horas. El mar rugía y rugía. Todo era sal. Todo era el sabor de la sal. Era el año de 1988 y volvíamos, o mejor dicho, la familia volvía a su origen. Yo no. Yo me quedaba en la sal, en el árbol infinito de los trópicos, en el árbol luminoso tamizado por el calor de los trópicos.

La herida comenzaba a sangrar.

2 comentarios:

Joaquin dijo...

Un placer renovado volver a leerte después de este paréntesis obligado.

José Antonio dijo...

Joaquín: Igualmente, es placer tenerte de vuelta