24 de octubre de 2011

Todos los instantes son un sólo instante


    Todo es mortal ha dicho Bécquer en su lecho de muerte. Cierta o no la frase, su enunciación revela la condición del mundo. Una condición que eludimos día a día para vivir mejor, para mejor vivir en la ignorancia de lo efímero. El mundo tiende a la muerte y por eso mismo preferimos construir otro. Sin embargo, si todo es mortal, ¿a qué sustituirlo con una mentira? ¿O ésta será necesaria para vivir?
    Hace unos días asistí con unos amigos a la celebración de una boda. El rito, debo decirlo, me parecía intolerable. Esas ficciones, esas apariencias de lo sagrado, al aparecer frente a mí con toda su falsedad, creaban un denso clima irrespirable. Pero, en cambio, uno de los amigos decía lo contrario. Él decía estar contento, decía que preferir la ficción de Dios, saber que todo en el mundo es apariencia. Era preferible vivir esa falsedad porque ésta resolución le permitía disfrutar a plenitud de la grandeza de los hombres. 
    Así que una vez más me equivocaba. A la muerte de Dios aún nos quedan algunos caminos: aceptar su deceso, fingir su existencia o sustituirlo con otro numen. El primer camino entraña una valentía que pocos hombres llevan dentro. Vicente Huidobro, en el primer canto de Altazor, se pregunta por la necesidad de cambiar la moral cristiana por una nueva, esto es, se pregunta el para qué cambiar el mundo construido por el hombre a raíz del cristianismo por otro que, acaso, sea una prolongación del cadáver. Huidobro, en el poema, se enfrenta a la Nada de manera gozosa: descubre el placer en la revelación del azar. Otros, los más, preferimos fingir. Unos a través de las hermosas mentiras de siempre mientras otros fingimos la ausencia mediante la sombra de un dios acaso igual de abstracto e inasible que el cristiano. El hombre tiende a adorar objetos abstractos: el país, la nación, la economía, el mercado, la democracia. La cuestión es no abolir la trascendencia. 
   Estas sustituciones son quizá porque tememos a la muerte o porque, como diría Bécquer, todo es mortal, o porque no afrontamos con entereza la verdadera clave de la vida: el azar. El azar singulariza toda la experiencia diaria. La virtud de lo efímero es cristalizar la vida, quiero decir, hacerla transparente dentro de una imagen, contrario a lo que sucede con lo eterno que hace a la vida banal dentro de su ciclo de repeticiones. 
   Quizá en lugar de preocuparnos en demasía por la muerte, por el azar, por un rito cualquiera, deberíamos vivir, dejar constancia de nuestra existencia en una imagen o acto que se sostenga de forma gozosa, un acto valiente y sabio, azaroso y único: poesía.

19 de octubre de 2011

Work in Progress, el orfebre

Ajeno a las especulaciones intelectuales el orfebre trabaja. Sus manos, su rostro, su pensamiento, han sido curtidos por largas jornadas bajo el sol. En su dedicación no es consciente de lo extraordinario de su obra.
En su taller labra el universo. 

12 de octubre de 2011

Aquella primavera

De los pequeños poemas japoneses uno de mis favoritos es, sin duda, un tanka o waka, composición de cinco líneas de cinco y siete sílabas, atribuido a Ariwara no Harihira en donde se evoca cierta primavera. Al parecer, si no me equivoco, el tanka se encuentra dentro de la obra ""Ise Monogatari" (Los cuentos de ise) El poema es de una hermosa y devastadora brevedad:
Aquella luna
de aquella primavera
no es ésta ni es
la misma primavera:
Sólo yo soy el mismo. 
La luna y la primavera, después de una segunda mirada, no son las mismas: han cambiado. El poema declara en cinco versos la mutabilidad del mundo. Todo cambia de un momento a otro. Todo excepto el hombre. ¿Se habrá equivocado el poeta en el último verso? 
A finales de la primavera del 2008 este poema resonaba de manera especial en mi memoria. Por diversas razones yo caminaba en aquella época dando tumbos por las calles de Madrid. Hago un repaso y me veo frente a la Basílica de San Miguel en la calle de San Justo, con cierto aire de tristeza. A la distancia sé que aquel caminar equivalía de alguna manera a una despedida: nunca volví. Lo sobresaliente es saber que en ese sitio recordé el tanka de Ariwara no Harihira y me apresuré a escribirlo en mi libreta. Sin embargo lo recordé mal, escribí:
Aquella luna
de aquella primavera
no es ésta ni es
la misma primavera:
ni yo soy el mismo.
¿Feliz hallazgo? En mi versión todo transcurre, incluso el hombre. Esto me inquietaba. A pesar del esfuerzo del hombre por recordarlo todo, su vida era siempre otra. También me aterraba el hallazgo porque confirmaba lo que suponía: jamás volvería a aquella primavera aunque volviera a la misma calle, aunque de igual manera hiciera viento y fuera medio día y otra vez hallara pétalos de rosa de otra boda. En ese instante la certeza de que el tiempo jamás se detenía como la misma corriente del Tajo me golpeó de una manera terrible. 
También recuerdo haber escrito ciertas impresiones en mi libreta, haber dibujado la fachada de la iglesia e intentar un poema. Recuerdo no haber tomado las fotografías de rigor para forzar el anclaje de aquel tiempo en mi memoria.
A la distancia releo el poema en la versión de Octavio Paz y me doy cuenta del error cometido en el último verso. Sin embargo pienso que en el original, o en la traducción, ya estaba contenido el desasosiego. La luna y la primavera cambian porque el hombre mismo cambia. 
En otro tanka Ariwara no Narihira escribe con cierta resignación: 
Siempre lo supe:
el camino sin nadie
es el de todos.
Pero yo nunca supe
que hoy lo caminaría.